Camina con confianza, por los pasillos del Instituto de Rehabilitación
Infantil, en Santiago de Chile, a pesar de una leve renguera. En esta ciudad de
seis millones de habitantes, incluso en toda la Nación, la conocen muy bien con
apenas sus 27 años de edad. Daniela García es autora del éxito de ventas “Elegí
vivir”, y se niega a ser reconocida sólo como “la chica que
sufrió el terrible accidente”. Ni le gusta que describan lo que le ocurrió como
una tragedia. “Esta es una historia feliz”, dice.
No le molesta que sus jóvenes pacientes, muchos de los cuales padecen
discapacidades importantes o enfermedades como distrofia muscular, la miren
fijamente con curiosidad. Sabe que su condición significa que ellos también
tendrán que encontrar su propio valor y resistencia, a medida que su vida se
desenvuelva. Ni le importa que le pregunten, con la natural franqueza de los
niños: “¿Por qué rengueas? ¿Por qué tienes ganchos en vez de manos?”. “Me
gusta. Crea un vínculo entre nosotros”, dice ella.
Hasta el 30 de octubre de 2002, Daniela García llevó la vida cómoda y
despreocupada, de una joven educada en el seno de una familia de la clase alta
y culta de Chile. Excelente estudiante con altas calificaciones, le encantaba
la biología e ingresó en la Facultad de Medicina de la PUC. En la última semana
de ese octubre, Daniela tenía 22 años y cursaba el último mes de su cuarto
año. Tenía un novio formal desde hacía cuatro años, Ricardo Strube, un joven
buen mozo y atlético.
Por ese tiempo, se acercaban los calurosos días del verano y estaban a
punto de iniciarse los exámenes finales. También era la época de los Juegos
Inter-Escuelas de Medicina, tradición competitiva anual en la que
participan casi todos los estudiantes de medicina del país. Ese año se iba
a realizar en Temuco, ciudad de 260.000 habitantes, situada a unos 250 km al
sur de Santiago. Pero ella no estaba segura de querer asistir. Le preocupaba un
próximo examen de Dermatología, una de sus mejores amigas no iría, y el viaje
hasta allí era caro e implicaba unas cuantas horas en tren, y de noche.
Además tenía un extraño y desagradable presentimiento respecto del viaje.
Durante varios días sus compañeros le insistieron en que los acompañara:
necesitaban su habilidad de futbolista en el equipo. Por fin cedió. Sin
embargo, cuando llegó a la estación central del ferrocarril aquel miércoles por
la noche, su miedo sólo aumentó. El sistema nacionalizado de ferrocarriles
había dispuesto trenes adicionales, con vagones viejos. A Daniela
no le gustaba cómo se veían las ventanillas sucias y la pintura
descascarada. Calmate, se dijo. El ferrocarril es seguro.
Cuando el tren empezó a dirigirse hacia el sur, los estudiantes sacaron
guitarras y empezaron a cantar y a bailar. “Bailá con nosotros”, le pidieron
con insistencia unos amigos. Pero esa noche no tenía ganas. Se quedó
sentada y trató de mirar el paisaje. A eso de las 10, poco más de una hora
después del inicio del viaje, dos amigos le pidieron que los acompañara a otros
vagones para ver si conocían a algunos de los estudiantes a bordo. Mientras
caminaban de un vagón a otro, un amigo iba delante y otro detrás de ella. Las
luces de techo estaban fundidas y era difícil ver. Daniela no sabía que
no estaba en su lugar la pasarela que normalmente cubre los huecos entre los acoplamientos
de los vagones. El tren entró en una larga curva y la brecha se ensanchó
aún más.
Daniela dio un paso y sintió que caía al vacío. Los amigos de Daniela
notaron que de pronto había desaparecido. Un pasajero que fumaba al lado dijo, “¡Oigan,
esa chica se acaba de caer!”.
Daniela tuvo la sensación de que
tiraban de ella de un lado a otro. Luego, como si despertara de un sueño
desorientador, se encontró en medio de las vías en una noche oscura.
No sentía dolor, pero tenía sangre que brotaba de una
lastimadura pequeña y profunda sobre el ojo izquierdo. Movió la mano izquierda
para retirar el pelo de los ojos. No pasó nada. Lo intentó de nuevo, y nada.
Desconcertada, levantó la cabeza y miró: no estaba su mano izquierda. Luego
miró el otro brazo y el horror aumentó: también estaban cercenados la mano y el
antebrazo derechos. Las heridas abiertas sangraban intensamente. Intentó
moverse y una oleada de dolor le traspasó el cuerpo.
A Daniela no le gusta recordar lo que vio a continuación. Tenía la
pierna izquierda amputada entre la cadera y la rodilla. Le faltaba una parte de
la pierna derecha. Era casi insoportable ver que tenía las cuatro
extremidades afectadas.
Se dio cuenta de que podría pasar otro tren en cualquier momento. Tenía
que apartarse de las vías y conseguir ayuda cuanto antes, o moriría. De alguna
manera, a pesar de las lesiones masivas y el dolor, logró levantar la espalda y
separarse de las vías dándose vuelta. Sin embargo, ya no pudo moverse más.
Empezó a gritar: “¡Ayúdenme! ¡Por favor, ayúdenme!”. Por casualidad, en ese
momento, Ricardo Morales, un trabajador rural, paseaba por allí, escuchó el
grito y corrió hacia ella.
“No te muevas. Buscaré ayuda”, dijo asustado. Corrió al teléfono
público que había en la estación de servicio. Cuando vio a Morales y escuchó su
voz, Daniela sintió la primera oleada de esperanza; sin embargo, mientras
esperaba a que volviera, empezó a desvanecerse. No debo perder la fe, se dijo.
Los Servicios de Emergencia de Rancagua enviaron una ambulancia en 4
minutos. El paramédico Víctor Solís no abrigaba mucha esperanza de que
encontraran a la víctima con vida. Cuando llegaron la chica gemía. A
pesar de haber perdido una enorme cantidad de sangre, Daniela permanecía
lúcida. Incluso empezó a recitar su nombre, el de sus padres, sus números
telefónicos y los de sus tíos. “¡Shhh! Guarde silencio. Mantenga la calma”,
dijo el médico. Los demás llegaron corriendo por las vías con una camilla
rígida y más equipo.
“¿Está muerta?”, preguntaron. "¿Estoy muerta?", se preguntó
Daniela. No, no podía ser.
“¡No estoy muerta!” gritó
Daniela, y su fuerza sobresaltó a los médicos.
El equipo trabajó con celeridad; sobre todo detuvieron las hemorragias
en cada miembro. En eso oyeron un retumbar y sintieron vibrar las vías: venía
otro tren. Quedarse con ella sería arriesgado, pero tampoco tenían tiempo
para sacarla de allí.
“Se acerca un tren”, le comunicó Solís. “Tenemos que irnos. Regresaremos
de inmediato”.
“¡No me dejen!”, gritó Daniela, mientras el equipo se ponía a salvo
justo a tiempo.
Daniela sintió el estremecimiento y el golpe del viento cuando el tren
pasó casi por encima de ella. Le parecía que nunca terminaría de pasar. A un
costado, sin poder verla, Solís también tuvo la impresión de que el tren era
infinito. En cuanto terminó, corrieron de nuevo al lado de la chica, y vieron
con alivio que había sobrevivido. La subieron a la ambulancia y llegaron al
hospital rápidamente. A todas las personas que veía, ella les preguntaba: “¿Voy
a estar bien?”. Recién en un ascensor, camino al quirófano para operar sus
extremidades cercenadas, un doctor le contesto con tranquilidad: “Vas a
estar perfectamente”. Por primera vez desde el accidente, Daniela pudo por
fin tranquilizarse. Hice todo lo que pude. Está en las manos de los médicos,
pensó. Ahora sólo deseaba descansar. Cerró los ojos.
El llamado telefónico de Rancagua al hogar de los García llegó un poco
después de las 11 de la noche. El hospital se negaba a proporcionarles
detalles, pero les dijeron que debían acudir de inmediato. Llegaron luego de un
viaje que tardó una hora.
Mientras tanto Ricardo, el novio de Daniela, recibió un llamado de unos
amigos que iban en el tren. Cuando Daniela desapareció, algunos intentaron
detener el tren, le dijeron, pero el personal no creía que alguien pudiera
haberse caído. Un familiar lo llevó al hospital donde se unió a la familia.
A los días Daniela fue trasladada a Santiago. Pasó seis
semanas en el hospital con visitas diarias de Ricardo, la familia y amigos. Lo
más difícil de la curación fue manejar el dolor y las sensaciones fantasmas de
sus extremidades cercenadas. Con el tiempo, por medio de la meditación y el
reiki —terapia japonesa que pretende manipular los campos energéticos del
organismo— aprendió a atenuar y controlar las respuestas nerviosas la mayor
parte del tiempo.
El padre de Daniela buscó el mejor lugar que pudiera proveerle prótesis
a su hija y ofrecerle la extensa rehabilitación que requeriría. Optó por el
famoso Instituto de Rehabilitación Moss, de la Universidad Albert
Einstein, en las afueras de Filadelfia, Pensilvania. Daniela llegó un nevado
sábado de febrero para una estancia de seis semanas. Todos los días trabajaba
con un equipo de para aprender a caminar, alimentarse y llevar a cabo otras
actividades de la vida cotidiana con extremidades artificiales.
Daniela estableció un vínculo especial con el jefe de la unidad, el
doctor Alberto Esquenazi. No sólo hablaba español, sino que había perdido la
mano derecha en una explosión de laboratorio. En su lugar había un gancho
plateado que usaba con toda naturalidad. Eso le daba esperanza.
Apenas cuatro días después de llegar y dos después de que el equipo de
prótesis le tomara medidas, vio su primer par de piernas artificiales. Cuando
le sujetaron una pierna y la fisioterapeuta María Lucas la ayudó a ponerse en
posición vertical, sintió pura alegría. Por primera vez desde el
accidente, pudo mirar a otra persona a los ojos. Lloró de felicidad.
Tenía mucha fortaleza y determinación.
Logró avances extraordinarios, y pronto aprendió la técnica de usar los
músculos de la espalda, conectados a cables, para abrir y cerrar los ganchos de
las manos. Al poco tiempo sostenía y manipulaba objetos. Se volvió tan experta
que pudo aplicarse hábilmente el maquillaje de los ojos y tejer. Con todo, el
equipo se preocupó ante la posibilidad de que estuviera al borde de
una crisis. Se mostraba demasiado optimista. Sin embargo ya allí ella se
dio cuenta de que las cosas jamás volverían a ser igual que antes, y a veces le
corrían las lágrimas al verse obligada a aceptar esa realidad.
El doctor le dijo: “Siempre vas a extrañar tus manos. Nada de lo
que hagamos aquí remplazará jamás lo que perdiste. Sin embargo, tenés opciones.
Podés esconderte en un rincón y jamás salir, o podés aceptar el desafío y
aprender a hacer tu mejor esfuerzo con lo que tenés”. Daniela sabía que
tenía razón y a pesar de sus momentos de tristeza, se entregó con todas sus
fuerzas a la fisioterapia.
Ella decidió aferrarse a las
palabras de Esquenazi: “Tu vida será lo que hagas con ella”.
Después de seis semanas en el Instituto Moss, voló a Santiago con su
familia. Ricardo la esperaba en el aeropuerto. La vio por primera vez cuando se
dirigía hacia él con sus nuevas prótesis, y su característica sonrisa enorme y
entusiasta. Fue un encuentro jubiloso, y las dudas respecto a si podía
permanecer a su lado se borraron por completo.
Unos cuantos meses después, Daniela regresó a Moss por otro período,
para afinar sus prótesis y aprender a manejar un auto nuevamente. Tuvo un
momento de intensa alegría cuando aprendió el delicado equilibrio de andar en
bicicleta con sus miembros artificiales.
Casi al año exacto de su accidente volvió a ingresar en la Facultad de
Medicina, decidida a no aceptar ningún trato especial y a prosperar o a
fracasar de acuerdo con sus propias habilidades. Sería una especialista en
rehabilitación, como el doctor Esquenazi. Con compromiso logró mejores
calificaciones que nunca, y con el tiempo se convirtió en la primera
médica amputada cuadrilateral en el mundo.
En noviembre de 2003, tras un episodio en el cual gracias a su
presencia, un programa de televisión logró recaudar los fondos necesarios para
niños enfermos, Daniela decidió que aunque no fuera escritora, quería
narrar su historia a su manera. Poco a poco, redactando breves pasajes en
sus ratos libres, relató los detalles del accidente y de su rehabilitación,
apretando letra por letra en su computadora. Una mañana despertó con la
compulsión de que tenía que terminar el libro. No estaba segura de que se lo
publicarían, pero deseaba intentarlo. Se asombró cuando la renombrada casa
editorial Random House adquirió los derechos. La primera edición de “Elegí
vivir” se agotó rápidamente. Para el 2008 se encontraba en su
decimocuarta edición. Ella se había convertido en un personaje muy conocido y
en una sensación literaria.
Ahora personas a todo lo largo de Chile le envían cartas para decirle
cómo su historia las ha inspirado y les ha infundido valor para encarar los
retos de su propia vida, para aprovecharla al máximo independientemente de lo
que les depare el destino, para buscar la felicidad. Daniela guarda todas las
cartas en un baúl especial, su baúl de la felicidad. “Escribí el libro
porque me resultó terapéutico. Me ayudó a aliviarme. No sabía que ayudaría a
tantas otras personas y eso es muy especial para mí”.
Ahora nota que es poco lo que no puede hacer. Unas perillas especiales
en el volante le permiten manejar su camioneta. Le gusta pasear en bicicleta.
Adora cocinar. Incluso puede sentir en cierta forma con sus ganchos, como
cuando palpa un abultamiento debajo de la piel de sus pacientes.
“Es una sensación distinta. No es
realmente sentir, pero percibo algo. Los seres humanos tienen la capacidad de
compensar y el cerebro aprende a interpretar la información. No puedo
explicarlo, pero realmente siento con los ganchos”.
Su relación con Ricardo ha ido viento en popa. En marzo de 2007, después
de que la pareja hiciera un viaje a Europa, él le propuso matrimonio. Lo había
planeado desde hacía meses. “Para ser sincero, cuando ocurrió el accidente no
sabía cómo nos afectaría, qué haría con nuestra relación. Si Daniela se
hubiera lamentado todo el tiempo por lo que había perdido, tal vez yo no
hubiera podido soportarlo. Pero ella no se comportó así de ninguna manera.
No ha permitido que el accidente la defina o la limite. Supe que deseaba pasar
el resto de mi vida con ella”. En septiembre de 2007, delante de 300 familiares
y amigos, la pareja se casó y luego bailaron toda la noche. Pronto, planean
iniciar una familia.
Las metas de Daniela ahora son las mismas que antes del accidente: ser
una buena médica de rehabilitación tanto en sus conocimientos profesionales
como en su relación con los pacientes (ayudarlos a superar sus traumas y
lesiones y readaptarse para vivir una vida plena), ser una esposa cariñosa y,
algún día, madre.
Sin embargo, lo más importante es que quiere concentrarse no en lo que
ha perdido, sino en su vida como un don maravilloso, fuente de
felicidad, recordando siempre las palabras que le dijo el doctor Esquenazi
cuando se conocieron:“Tu vida será lo que hagas de ella”.